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El virus N1H1

Publicado: 2009-08-31

El virus N1H1, ¿de qué nos sorprendemos?

Por Lorenzo Hernández 

Muchas personas se sorprenden que, en estos tiempos, se produzcan casos como los del virus N1H1 (Que significa EUROAMINIDASA 1, HEMOGLUTININA 1. ¿Qué es la hemoglutinina? Es como el pegamento por el que el virus se adhiere a la célula. ¿Y la Neuroaminidasa? Una proteína que actúa como un taladro y que le permite su introducción en la célula).

Quizá sea por creer que la Medicina sabe más de lo que realmente conoce y puede resolver todos los problemas de este Primer Mundo acomodado, donde el pánico lo invade todo cuando las epidemias nos afectan a nosotros. Sólo hay que tener un poco de memoria histórica para darnos cuenta de que las epidemias han existido siempre y existirán porque los virus tienen una capacidad inquietante para irrumpir en el mundo de una forma nueva y sorprendente y esfumarse otra vez con la misma rapidez con que aparecieron. Además, es casi inevitable que se propague ya que la gente que lo incuba y lo propaga sólo tiene leves síntomas o ninguno en absoluto. Incluso en brotes normales, aproximadamente el 10% de las personas de cualquier población tiene la gripe pero no se da cuenta de ello porque no experimentan ningún efecto negativo. Y como siguen circulando tiendes a ser los grandes propagadores de la enfermedad.

Bill Bryson, como si hubiera sabido lo que se avecinaba, trató el tema de las epidemias en su libro “Una breve historia de casi tododonde nos habla de la gripe porcina o española de 1918 y por qué pudo propagarse con tanta rapidez, al igual que puede pasar con la gripe porcina, o gripe A, actual.

Extracto del capítulo “Un mundo pequeño” de “Una breve historia de casi todo” de Bill Bryson.

Los virus tienen una capacidad inquietante para irrumpir en el mundo de una forma nueva y sorprendente y esfumarse luego otra vez con la misma rapidez con que aparecieron. En 1916, en uno de estos casos, la gente empezó a contraer en Europa y en América una extraña enfermedad que acabaría cono­ciéndose como encefalitis letárgica. Las víctimas se iban a dormir y no desperta­ban. Se las podía inducir sin demasiado problema a ingerir alimentos o a ir al retrete y contestaban razonablemente a las preguntas (sabían quiénes eran y dónde estaban), aunque su actitud fuese siempre apática. Pero, en cuanto se les permitía descansar, volvían inmediatamente a hundirse en un adormilamiento profundo y se quedaban en ese estado todo el tiempo que los dejaran. Algunos continuaron así varios meses antes de morir. Un puñado de ellos sobrevivió y recuperó la conciencia, pero no su antigua vivacidad. Existían en un estado de profunda apatía, «como volcanes extintos» en palabras de un médico. La enfer­medad mató en diez años a unos cinco millones de personas y luego, rápida­mente, desapareció.  No logró atraer mucha atención perdurable porque, en el ínterin, barrió el mundo una epidemia aún peor, de hecho la peor de la histo­ria.

Se le llama unas veces la epidemia de la gran gripe porcina y otras la epide­mia de la gran gripe española, pero, en cualquier caso, fue feroz. La Primera Guerra Mundial mató 21 millones de personas en cuatro años; la gripe porcina hizo lo mismo en sus primeros cuatro meses.  Casi el 80 % de las bajas esta­dounidenses en la Primera Guerra Mundial no fue por fuego enemigo sino por la gripe. En algunas unidades la tasa de mortalidad llegó a ser del 80 %.

La gripe porcina surgió como una gripe normal, no mortal, en la primavera de 1918, pero lo cierto es que, en los meses siguientes nadie sabe cómo ni dón­de-, mutó convirtiéndose en una cosa mas seria. Una quinta parte de las vícti­mas sólo padeció síntomas leves, pero el resto cayó gravemente enfermo y mu­chos murieron. Algunos sucumbieron en cuestión de horas; otros aguantaron unos cuantos días.

En Estados Unidos, las primeras muertes se registraron entre marineros de Boston a finales de agosto de 1918, pero la epidemia se propago rápidamente por todo el país. Se cerraron escuelas, se cancelaron las diversiones públicas, la gente llevaba mascarillas en todas partes. No sirvió de mucho. Entre el otoño de 1918 y la primavera del año siguiente murieron de gripe en el país 584.425 personas. En Inglaterra el balance fue de 220.000, con cantidades similares en Francia y Alemania. Nadie conoce el total mundial, ya que los registros eran a menudo bastante pobres en el Tercer Mundo, pero no debió de ser de menos de veinte millones y, probablemente, se aproximase más a los cincuenta. Algunas estimaciones han elevado el total mundial a los cien millones.

Las autoridades sanitarias realizaron experimentos con voluntarios en la pri­sión militar de la isla Deer, en el puerto de Boston,  para intentar obtener una vacuna. Se prometió a los presos el perdón si sobrevivían a una serie de pruebas. Estas pruebas eran, por decir poco, rigurosas. Primero se inyectaba a los sujetos tejido pulmonar infestado de los fallecidos y, luego, se les rociaba en los ojos, la nariz y la boca con aerosoles infecciosos. Si no sucumbían con eso, les aplicaban en la garganta secreciones tomadas directamente de los enfermos y de los moribundos. Si fallaba también todo esto, se les ordenaba que se senta­ran y abrieran la boca mientras una víctima muy enferma se sentaba frente a ellos, y un poco más alto, y se le pedía que les tosiese en la cara.

De los trescientos hombres (una cifra bastante asombrosa) que se ofrecieron voluntarios, los médicos eligieron para las pruebas a sesenta y dos. Ninguno contrajo la gripe… absolutamente ninguno. El único que enfermó fue el médico del pabellón, que murió enseguida. La probable explicación de esto es que la epidemia había pasado por la prisión unas semanas antes y los voluntarios, que habían sobrevivido todos ellos a su visita, poseían una inmunidad natural.

Hay muchas cosas de la gripe de 1918 que no entendemos bien o que no en­tendemos en absoluto. Uno de los misterios es como surgió súbitamente, en todas partes, en lugares separados por océanos, cordilleras y otros obstáculos terrestres. Un virus no puede sobrevivir más de unas cuantas horas fuera de un cuerpo anfitrión, así que ¿cómo pudo aparecer en Madrid, Bombay y Filadelfia en la misma semana?

La respuesta probable es que lo incubó y lo propagó gente que sólo tenía leves síntomas o ninguno en absoluto. Incluso en brotes normales, aproximada­mente un 10 % de las personas de cualquier población dada tiene la gripe pero no se da cuenta de ello porque no experimentan ningún efecto negativo. Y como siguen circulando tienden a ser los grandes propagadores de la enfermedad.

Eso explicaría la amplía difusión del brote de 1918, pero no explica aún cómo consiguió mantenerse varios meses antes de brotar tan explosivamente más o menos a la vez en todas partes. Aún es más misterioso el que fuese más devasta­dora con quienes estaban en la flor de la vida. La gripe suele atacar con más fuerza a los niños pequeños y a los ancianos, pero en el brote de 1918 las muer­tes se produjeron predominantemente entre gente de veintitantos y treinta y tantos años. Es posible que la gente de más edad se beneficiase de una resisten­cia adquirida en una exposición anterior a la misma variedad, pero no sabemos por qué se libraban también los niños pequeños. El mayor misterio de todos es por qué la gripe de 1918 fue tan ferozmente mortífera cuando la mayoría de las gripes no lo es. Aún no tenemos ni idea.

Ciertos tipos de virus regresan de cuando en cuando. Un desagradable virus ruso llamado H1N1 produjo varios brotes en 1933, de nuevo en los años cin­cuenta y, una vez más, en la de los setenta. Adónde se fue, durante ese tiempo, no lo sabemos con seguridad. Una explicación es que los virus permanezcan o­cultos en poblaciones de animales salvajes antes de probar suerte con una nueva generación de seres humanos. Nadie puede desechar la posibilidad de que la epidemia de la gran gripe porcina pueda volver a levantar cabeza.

Y si no lo hace ella, podrían hacerlo otras. Surgen constantemente virus nue­vos y aterradores. Ébola, la fiebre de Lassa y de Malburg han tendido todos a brotar de pronto y apagarse de nuevo, pero nadie puede saber si están o no mu­tando en alguna parte, o simplemente esperando la oportunidad adecuada para irrumpir de una manera catastrófica. Está claro que el sida lleva entre nosotros mucho más tiempo del que nadie sospechaba en principio. Investigadores de la Royal Infirmary de Manchester descubrieron que un marinero que había muer­to por causas misteriosas e incurables en 1959 tenía en realidad sida.  Sin embargo, por la razón que fuese, la enfermedad se mantuvo en general inactiva durante otros veinte años.

El milagro es que otras enfermedades no se hayan propagado con la misma intensidad. La fiebre de Lassa, que no se detectó por primera vez hasta 1969, en África occidental, es extremadamente virulenta y se sabe poco de ella. En 1969, un médico de un laboratorio de la Universidad de Yale, New Haven, Connec­ticut, que estaba estudiando la fiebre, la contrajo. Sobrevivió, pero sucedió algo aún más alarmante: un técnico de un laboratorio cercano, que no había estado expuesto directamente, contrajo también la enfermedad y falleció.

Afortunadamente, el brote se detuvo ahí, pero no podemos contar con que vayamos a ser siempre tan afortunados. Nuestra forma de vida propicia las epi­demias. Los viajes aéreos hacen posible que se propaguen agentes infecciosos por todo el planeta con asombrosa facilidad. Un virus ébola podría iniciar el día, por ejemplo, en Benín y terminarlo en Nueva York, en Hamburgo, en Nairobi o en los tres sitios. Esto significa también que las autoridades sanitarias necesitan cada vez más estar familiarizadas con prácticamente todas las enfermedades que existen en todas partes, pero, por supuesto, no lo están. En 1990, un nigeriano que vivía en Chicago se vio expuesto a la fiebre de Lassa durante una visita que efectuó a su país natal,  pero no manifestó los síntomas hasta después de su regreso a Estados Unidos. Murió en un hospital de Chicago sin diagnóstico y sin que nadie tomase ninguna precaución especial al tratarle, ya que no sabían que tenía una de las enfermedades más mortíferas e infecciosas del planeta. Milagrosamente, no resultó infectado nadie más. Puede que la próxima vez no tengamos tanta suerte.


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